LA CAMA NUEVA
Sheila acomodaba la almohada, el espacio era amplio y notó que su hija y ella cabrían en su nueva cama; esperaba porque Lucecita se durmiera y mientras la miraba cerrar y abrir los ojos repetidas veces. Se distrajo al pensar en lo amplio de la habitación y en lo vacía que se veía la casa en la oscuridad.
Por algún lugar se calaba el frío de la noche y esto le hacía castañetear los dientes, sin las fuerzas para ubicar el desperfecto; resolvió que lo mejor sería intentar dormir. Se echó al lado de la niña y cerró los ojos, no pasó mucho tiempo cuando el aullido de un perro la despertó, miró al vacío mientras sus pensamientos la torturaban le llenaban la cabeza y le impedían seguir durmiendo. Cuando suspiraba tragaba tierra y cada vez el aire se volvía más helado; las esteras ya no podían contener los embates del viento y esto hacía que la arena que las rodeaba se elevara. Sus ojos empezaron a mojarse mientras se preguntaba si todos en aquella invasión estarían pasando lo mismo, aunque la respuesta le parecía obvia pues sólo por la tarde las casi cien familias que tomaron los arenales del pueblo joven “San Pedro” habían puesto en pie sus chozas. El llanto no pudo evitar despertar a Lucecita y su madre no tenía como explicar las lágrimas, respiró hondamente y más tranquila le dijo a su hija:
— Lucecita, perdóname, esto no es lo que yo pensé algún día darte— Y la Abrazó.
Antes de que pudiera decir algo más, la niña la interrumpió:
— Tranquila mamá, ninguno de mis amigos tiene un techo de estrellas tan bonito como el mío.
Madre e hija vieron brillar la luna un poco más antes que el cansancio se encargara de obligarlas a cerrar los ojos.
Por algún lugar se calaba el frío de la noche y esto le hacía castañetear los dientes, sin las fuerzas para ubicar el desperfecto; resolvió que lo mejor sería intentar dormir. Se echó al lado de la niña y cerró los ojos, no pasó mucho tiempo cuando el aullido de un perro la despertó, miró al vacío mientras sus pensamientos la torturaban le llenaban la cabeza y le impedían seguir durmiendo. Cuando suspiraba tragaba tierra y cada vez el aire se volvía más helado; las esteras ya no podían contener los embates del viento y esto hacía que la arena que las rodeaba se elevara. Sus ojos empezaron a mojarse mientras se preguntaba si todos en aquella invasión estarían pasando lo mismo, aunque la respuesta le parecía obvia pues sólo por la tarde las casi cien familias que tomaron los arenales del pueblo joven “San Pedro” habían puesto en pie sus chozas. El llanto no pudo evitar despertar a Lucecita y su madre no tenía como explicar las lágrimas, respiró hondamente y más tranquila le dijo a su hija:
— Lucecita, perdóname, esto no es lo que yo pensé algún día darte— Y la Abrazó.
Antes de que pudiera decir algo más, la niña la interrumpió:
— Tranquila mamá, ninguno de mis amigos tiene un techo de estrellas tan bonito como el mío.
Madre e hija vieron brillar la luna un poco más antes que el cansancio se encargara de obligarlas a cerrar los ojos.
