“E”
Existiría una frase que resumiría a “E”: “No hay peor sordo que el que no quiere oír”. Por años rechazó cualquier tipo de ayuda, nunca aprendió a leer y a duras penas aceptó que su madre le enseñara el lenguaje de los sordos. Pero esto era sólo en apariencia, muy en el fondo lo que “E” más deseaba era oír y le recriminaba a Dios todos los días el haberlo enviado sin oído ¬–y a la vez sin voz– a un mundo que sus ojos parecían ver hermoso. Es por eso que se dirigía cada tarde a la plaza y mientras veía a la gente platicar, imaginaba cómo sonaban las palabras a través de las expresiones que nacían en sus rostros. Aprendió el sonido de la ira, de la tristeza, de la alegría y del temor, pero lo que más le gustaba oír era el amor, se deleitaba con la eufonía de las caricias y besos, sin embrago, cuando se imaginaba ridículo haciendo eso, se encerraba nuevamente en su odio y misantropía.
Un día en la plaza, “A” lo observó, se le acercó y “E” la rechazó. Aún así, “A” regresó uno y otro día, aprendió el lenguaje de las señas por él y una tarde, cansada de la arrogancia de “E”, le dijo: — Yo sé qué es lo que buscas aquí todos los días— “E” se estremeció por dentro, pero respondió enérgicamente: — Tú no sabes nada sobre nosotros, vete.
— Te equivocas— replicó ella. Sé que vienes aquí porque quieres aprender a oír, quieres saber cómo se siente, ¿verdad?— “E” no tuvo señas para responder—. Si me dejas ayudarte, yo te enseñaré el sonido más hermoso que puedas imaginar— finalizó “A” y se fue.
Cuando cayó la tarde siguiente, se volvieron a encontrar en la plaza y fue poco lo que se dijeron: “E” le contó que no sabía leer y “A” le explicó que para que todo funcione él debía aprender, así que desde el día siguiente ella le enseñaría. “E” aprendía muy rápido y para que le sea más fácil, “A” acompañaba las palabras con imágenes. El día que “A” creyó que “E” estaba listo, le dijo: —Prepárate para oír la dicha misma. “E” no cabía de felicidad y esperaba impaciente. “A” fue a la sala y regresó con un libro de pasta oscura entre las manos. Cuando “E” leyó en la portada: “El Libro de Mormón” cambió inmediatamente de expresión: — ¿Te estás burlando de mí?— Ella no tuvo tiempo de responder; cuando empezó a alzar las manos, él ya se había marchado.
Años después, “E” cogió el libro y se dio cuenta que tenía varias secciones marcadas con un: “Para E”. Abrió una al azar y leyó un versículo que nunca olvidaría: “Mas no temo a las cosas del hombre, porque el amor perfecto desecha todo temor” y al pie unas palabras escritas por “A”: “Sé que te debes preguntar todos los días por qué a ti, por qué te pasa esto, por qué Dios es duro contigo y más, pero estoy segura de que si Él nos hubiera dado las respuestas para todo, no tendría mucho sentido descubrirlas, ¿no crees?” “E” cerró entonces sus ojos y pudo oír el sonido más hermoso que jamás hubiera imaginado, tal como “A” lo había prometido.
FIN