lunes, 28 de diciembre de 2009

El Mar, El Mar

UN REGALO DE NAVIDAD

La encontré en la orilla del mar, aún chapoteaba en una playa bien alejada del muelle, por una zona donde los grandes nunca venían a pescar porque decían que allí la mar era impotente y no paría ni chauchillas. Todavía estaba viva cuando la recogí y vivió unos días más conmigo.

Era pesada para mí, a pesar de que ahora sé que las de su especie deben pesar mucho más de lo que ella marcaba en la balanza y que deben medir diez o veinte veces más de lo que ella abarcaba en mis brazos. Sus ojos eran secos, pequeños y cristalinos, mas no grandes y acuosos como los de todos los pescados, reflejaban una parte del mar que yo nunca había visto a pesar de que yo también nací en las orillas del mar; reflejaban profundidades translúcidas y no azules como los de los demás peces. Sus aletas eran regordetas, una era más grande que la otra y eran pequeñas para su cuerpo, parecían moldeadas por el movimiento de las olas y no tenían una forma específica, sólo eran aletas y punto. Su cola que era horizontal y no vertical como las demás, asemejaba a una plantita de maíz recién nacida, con esas curvaturas que se iniciaban al final de su cuerpo y se bifurcaban hacia fuera primero y luego volvían a adentrarse para regresar por el mismo camino por el que vinieron, donde un corte la dividía en dos. Y su cuerpo, era de lo más raro, su cuerpo era el de un pescado al revés o el de una lancha al revés, por eso cuando la encontré le di vuelta y así parecía tener más lógica, pero cuando caí en la cuenta de mi error porque ella trataba de darse vuelta solita; la ayudé a que retomara su posición natural: de planicie en la espalda y concavidad en la panza; como ya dije, de un pescado invertido, ah y no tenía escamas, era de piel muy suave y hocico alargado.

***

Era navidad y yo andaba triste porque no había recibido regalos, así que decidí adoptar a aquel animalito como mi regalo de navidad de parte del mar. Estaba muy confundido porque no sabía si se moriría o no fuera del agua; por eso yo la mantenía bañándose por las olas del mar y para llevármela necesitaría una batea grande. Con el dolor de la posible despedida decidí dejarla en el mar e ir por el depósito, volver y llevármela, aunque sabía que sería casi imposible que ella siguiera allí cuando yo vuelva. Corrí tan rápido como mis pequeñas piernas me lo permitieron, entré sin temor en mi rancho, vacié la ropa sucia de la batea más grande que teníamos en casa y regresé veloz hacia la “playa impotente”. En mi mente estaba la idea de ya no encontrarla, pero no sólo estaba allí, si no que además estaba más pegada a la arena que al mar; lo que no acabé de comprender si no hasta hoy.
Llené la batea con agua de mar e introduje a mi regalo dentro, con un mayor esfuerzo la pude cargar en brazos y la llevé atrás de mi choza, en mi escondite personal secreto, donde como todo niño guardaba todo lo que yo consideraba un tesoro.

***

– Qué tienes atrás, Santiaguito –me preguntó Don Pancho, un viejo que trabajaba en la pesca junto CON mi padre y que tenía el rostro descamado como el de un pescado viejo –. Desde ayer te veo que llevas yuyo y pejerrey cada cinco minutos.
– Nada Don Pancho –respondí –. Le parece, le parece –más nervioso que convencido de lo que decía.
Don Pancho era reconocido por su sapiencia y cultura, lo apodaban también Don Diablo, porque era el más sabio del barrio.
– Vamos, muchacho, puedes confiar en mí –me decía –. Déjame verlo. Y cerró y abrió su ojo derecho en señal de confianza mientras despeinaba mi coronilla con sus arrugadas manos.
Sus palabras me convencieron y casi seguro de lo que hacía; puse verticalmente mi dedo índice sobre mis labios, le cubrí los ojos con mi media gris de colegio y lo hice caminar un poco antes de llevarlo atrás de mi casa. Cuando lo descubrí: le pregunté si sabía dónde estábamos y él miró a un lado, miró al otro y negó con la cabeza. Ahora sé que Don Pancho me siguió la corriente para mantener mi ilusión infantil. Me quité de su campo de visión y dejé que observara desde sus casi dos metros de estatura, el animal que reposaba en la batea del suelo.
Emocionado comencé a contarle de cómo la había hallado, lo raro de su físico y que hasta el momento no sabía lo que era. Volteé la mirada mientras seguía hablando y vi por primera vez el rostro estupefacto de Don Pancho, mientras me interrumpía:
– Es una ballena, Santiago –me dijo –. ¡Pero dónde la encontraste, muchacho! Y su expresión aumentaba en cada palabra.
Era la primera vez que yo escuchaba hablar de ballenas y de que eran mamíferos gigantes, que tenían que respirar de cuando en cuando y de que vivían largos períodos de tiempo.
– Algunas viven hasta cien años –seguía explicándome Don Pancho –. Pero esta es muy pequeña, enana, no mide ni dos metros, me corrijo es liliputiense porque hay proporcionalidad en su cuerpo, ¿o no? Y ya hablaba sólo Don Pancho y la cogía de la panza, la examinaba y por primera vez escuché el sonido desgarrador que producía mi ballena.
– Está cantando –sonrió Don Pancho –. Ese el canto de una ballena liliputiense, Santiaguito –me decía emocionado.
Pero se escuchaba bajito, casi ininteligible. Luego, cuando Don Diablo la devolvió al recipiente; ella sacó un poco el lomo y de su espalda se abrió un agujero por el cual el agua salía disparada y hacía un sonido como de caño malogrado.
– Qué hace –le pregunté.
– Está respirando –me dijo Don Diablo y una sonrisa volvió a inundar su rostro.
Parecía que a los dos les había vuelto el encanto por la vida. Mi ballena ahora intentaba moverse en el agua y Don Pancho tenía un brillo diferente en los ojos. Volteó de manera imprevista hacia mí y con desesperación me preguntó:
– Cómo la encontraste, Santi, cómo y dónde la encontraste, esto es muy importante, muchacho -y no me daba tiempo para responderle –. Es una especia única, Santi, única. Debe creerse extinta.
– …………………………………………………………………………………..
– Respóndeme, Santiago.
– Estoy recordando. Es que la encontré dos veces. La primera todavía estaba chapoteando y yo la adentré un poco más en el mar y la segunda ya la encontré más en la arena que en el agua, ¿por qué, Don Pancho?
No dijo nada, pero su mirada cambió totalmente, era melancólica. Luego de un momento de haber estado encerrado en sus pensamientos me volvió a mirar y me dijo:
– Cuídala, hijo, cuídala muy bien. Y se fue así como así y yo no se lo impedí, ni lo seguí.

***

Al día siguiente, cuando me desperté, tuve que agudizar mis oídos para poderla oír, entonces me di cuenta que no paraba de cantar. Cada vez que le llevaba yuyo y pejerrey para que coma; se calmaba y permanecía largos ratos en silencio. Ni papá, ni mamá la habían notado, sin embargo, al tercer día apenas se movía, ya no quería comer y no dejaba de “cantar” ni un solo minuto. Entonces pensé que lo más probable era que quería regresar al mar.
Al caer la tarde, llevé a Yena, así la nombré: “Yena la ballena”, furtivamente a la “playa impotente” y no pude impedir que mis ojos se mojaran cuando la solté al mar, pero estaba seguro de que era lo correcto. Regresé con la cabeza escondida entre los hombros a casa, pero con la alegría de pensar que Yena era libre.
Cuando me desperté, no pude esperar para ir a buscarla, corrí como loco y para mi gran sorpresa ella estaba allí, de nuevo más pegada a la arena que al mar. Corrí más rápido y me arrodillé a su lado; una lágrima que no me avisó, humedecía mi rostro; Yena estaba muerta.

***

– Usted lo sabía, ¿verdad? –le pregunté a un apocado Don Diablo, trece años después de haber enterrado a Yena, también en navidad y mientras nos acercábamos para observar, junto a una multitud, a una ballena de tamaño normal varada en la playa del barrio.
– Así es, Santiago –me responde con sus labios cuarteados y con el cuerpo casi inútil ayudado por un bastón para caminar.
– ¿Por qué las ballenas vendrán a morirse en la orilla, no Don Pancho?
– No lo sé, hijo, es un misterio que jamás conoceremos –me dice mientras mueve negativamente la azotea llena de nieve y parece que él mismo se dirige a la orilla a morir.
– Tal vez sea para morir en paz –le digo –. Las ballenas son mamíferos, pertenecen a la tierra, y yo creo que uno para morirse tranquilo debe volver a donde pertenece.


FIN

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